Los ríos de la sierra van al mar, a través de aventuras incontables. Se precipitan por las angostas gargantas de la cordillera, se retuercen como serpientes entre las masas inmóviles y pétreas de sus silenciosos dominadores, se calman y expanden en los valles y lentamente bajan, en medio de la exuberancia vegetación, hasta el mar. Allí vierten toda su historia, allí fluyen todo el paisaje, toda la tristeza, todos los recuerdos glaciales de la sierra. Allí van a abismarse, como a una inmensa nada donde todo se purifica y olvida.
Aqui los ríos mudan de color como la piel de la serpiente cuyos movimientos imitan. Cuando el cielo esta azul y luminoso, las aguas de los ríos son transparentes y las ondulaciones de su corriente brillan con reflejos de plata bajo el sol. A través de su movible cristal, se ven las piedras que se amontonan en el fondo de sus angostos cauces, algunas sobresalen y entonces la piel del rió se cubre de níveas y rutilantes escamas. Cuando llueve, la tierra que arrastran los torrentes enturbia las aguas que corren amarillas, lodosas y densas. Mas tarde ya pasada la lluvia, cuando el espacio es de una celeste transparencia, las aguas se purifican y descantan; toman entonces un color de topacio y parece que con ellas corriera, fluida y rumorosa toda la luz dorada del crepúsculo.
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